martes, 30 de abril de 2019

¿Por qué te motivas con series y películas?



La pasada noche me acerqué a los cines para ver la última película de Marvel, “Endgame”, una superproducción ambiciosa que ponía punto y final a más de diez años de sagas sobre los superhéroes de la casa de las ideas. Tal y como esperaba, la película resultó entretenida, fluida, repleta de fascinantes despliegues visuales y (esto ya no me lo esperaba) bastante melancólica. Había además largos (nunca extenuantes) espacios para la calma, para los diálogos maduros (no llegan a ser muy profundos, pero tampoco superfluos), la reflexión y los recuerdos (muchos recuerdos).





Aunque personalmente prefiera “Infinity war” por su brutal dramatismo final, que sorprende de una manera sobrecogedora al espectador, debo admitir que Endgame tiene algo especial.

                En efecto, el largometraje parecía continuamente recorrido por un río subterráneo de melancolía que a veces se advertía como un mero rumor, y otras te emocionaba surgiendo de las entrañas del filme con gran fuerza. Era Thor, que de dios poderoso había pasado a ser un borrachín perdido en la tristeza, ahora tan sólo digno de compasión y lástima; era Tony Stark jugando con su hija, encontrándose feliz con su mujer, pero sintiendo que una sombra acechaba todo, hiciera lo que hiciera; era el Capitán América, y su añoranza de unos tiempos pasados más nobles; y Viuda Negra, al borde del colapso nervioso;  y era el Universo entero, que yacía en el caos tras el genocidio de Thanos.

                Con esta terrible colección de dramas va arrancando la película, dejando poco horizonte a la esperanza, y aunque al final todo sale  bien para (casi) todos, hay sin embargo un regusto de despedida rotunda e irreparable que hace asomar lagrimilla a los que han acompañado a estos personajes (y actores) en su larga andadura por el séptimo arte.




                Podría seguir hablando de la película, pero no es un análisis del film lo que me movió a escribir esto. Es otra cosa. Veréis, cuando la película acabó, debo confesar que sentí cierto poso de tristeza y añoranza. Era una sensación como…de haber abandonado, de haber dicho adiós a todo un mundo. Y también se trataba de una cierta desazón interior que me recordaba que, amargamente, ese mundo no existía más que en nuestra fantasía.



                A mucha gente le ocurre lo mismo con otras películas, sagas, series, como Star Wars, Juego de Tronos, Harry Potter, Stranger Things…Uno, si es un poco friki como nosotros,  se encariña de un mundo alucinante, y va sumergiéndose en él cada vez más (nuevas entregas, nuevos personajes, discusiones sobre la trama, merchandising, bandas sonoras, etc.) hasta el punto de sentir cierto resquemor por constatar que, en nuestro mundo, todo se queda en ensueños y un vulgar culto consumista.

Uno llega a interiorizar tanto sus personajes y elementos que la alteración de los mismos (la muerte de un protagonista concreto) llega a provocarnos ira, alegría, tristeza…Hemos alojado en nuestra mente un mundo ficticio donde vertemos emociones REALES. Y es algo tremendo. Y ojo, que pasa lo mismo con el fútbol y sus “frikis”. Quizá esto tenga mucho que ver con el ARTE….

Siempre recordaré el final de “La comunidad del anillo”, con la conmovedora canción de Enya “May it be”; sentí una gran punzada en el alma, y no era por el sombrío final de esa primera parte, sino por la segura creencia de que jamás viviría una historia así de épica ni conocería tampoco la Tierra Media de Tolkien. Al poco, con las mundanas distracciones, el sentimiento se disolvió, pero cada vez que escucho la canción de Enya vuelve a mí esa pesadumbre y nostalgia por un mundo que ni siquiera viví realmente.




Y es que el mundo “real” que nos rodea, aún si tuviéramos suerte y nos fuera muy bien en él, se nos muestra terriblemente limitado en todos los aspectos; ya no sólo el mundo, también nuestras posibilidades. Por eso soñamos, anhelamos, fantaseamos, y finalmente damos cierta materialización a esos deseos supraterrenales con mitos, cultos, religiones, y mediante el ARTE.

Es ésta una época muy despojada de valores y sentido vital en Occidente, y aunque nos digan que somos ciudadanos, no pasamos de productores y/o consumidores, y la sociedad no es sino un gigantesco mercado de consumo. No hay grandes metas, no hay grandes hazañas, no hay dioses, empresas, guerras, aventuras para descubrir un trozo más del mapa, como tampoco hay espiritualidad alguna ya en el cuerpo social ni objetivos comunes en los que un pueblo o una raza puedan sentirse unidos.




Perdidos en la aldea global, arrancados de la comunidad humana tradicional y milenaria, somos parias en un mundo obsesionado con el dinero y el placer, ensimismado en escapar de sí mismo para no afrentar la nada que se esconde tras su carcasa vacía.

Y entonces, ridículamente, nos encontramos identificados con las grandes hazañas de Thor, o con las vicisitudes del linaje Skywalker o algún personaje de Juego de Tronos. Lo llevábamos haciendo ya desde niños con Disney, o con Dragon Ball u Oliver y Benji. 



 Buscábamos dioses, ídolos, héroes, líderes, países de fantasía que llenen esas referencias sobrenaturales que tanto necesitamos. Porque Ulises o la niña con poderes de Stranger Things representan algo que en nuestro corazón la realidad no ha podido satisfacer, y esa fantasía “freak” es al final tan humana como lo son las misteriosas pinturas de Altamira: abstracciones donde hallar símbolos que con sólo evocarlos griten que hay un sentido auténtico en la vida.

Hacemos pues un rinconcito en nuestro corazón para aquellos seres ficticios que, de alguna manera, nos recuerden que se puede escapar de los barrotes de la realidad.

GMA

miércoles, 24 de abril de 2019

A propósito de Ángela






En la crítica literaria española hay siempre una tendencia fatídica a analizar obras nuevas bajo la perspectiva analítica que observa a las presentes o pasadas.
Así, todo gesto innovador, atrevido y lleno de potencias se le condena como una extraña complejidad, la cual surge de esa comparación constante con las obras "de moda", las cuales resultan de una superficialidad insoportable para el espíritu inquieto.




Mi libro no es extraño, mi libro no es tan complejo, y mi libro tampoco crea que sea muy innovador (otra cosa sea que los poetas norteamericanos sean casi desconocidos por completo en España), pero sí que atreve líneas poéticas diferentes.


Diferentes, claro está, a lo que escriben por ejemplo tantos poetas "influencers" de Instagram, autentica poesía ñoña y rancia, que se almibara con clichés de vulgar sexualidad para que los lectores que lo lean no caigan en bostezos.


A veces pareciera que esa poesía no fuera sino un surtido plastificado de frases de automotivacion para mujeres en plena crisis de los 40. O directamente, para indigentes mentales, rediós.
Uno es consecuente hasta el final y sabe que escribir con sinceridad, vagar en la metafísica y anunciar a una entidad mesiánica llamada Ángela es dar a luz un libro que no podrá ser pasto de colmenas u hormigueros.


Angela es un libro entregado a la lotería de un descubrimiento de aquí a, cuanto menos, cien años. Está destinado al polvo de las bibliotecas, al anonimato en la sociedad histérica. Y a rumorear con una expresión cósmica que quizá alguien quiera en el futuro saber quién era Ángela o, simplemente, que sentíamos los que vivimos la debacle existencial del siglo XXI en las putas cuencas mineras.