Era una tarde de otoño, cálida y nublada, cuando lo vi dando
saltitos por entre las hojas caídas, escondiéndose en la hierba del prado, como un piloto derribado que presume la
llegada de supuestos enemigos alertados
del fatal aterrizaje. Yo estaba sentado
en una aparatosa silla plegable, degustando la acidez de una manzana que había
recogido de los árboles de mi pequeña finca, y el constante ir y venir de
pequeños pajarillos que picoteaban los frutos o curioseaban por el prado me
había acostumbrado a ignorarlos mas allá de la leve observación divertida, por
eso no había reparado en el pequeño gorrioncillo con el ala rota hasta que sus
torpes intentos de vuelo llamaron mi atención.
No tengo ni idea de cómo pudo acabar allí ni qué le podría haber pasado, pero el diminuto saltarín parecía haberse dado cuenta de su evidente incapacidad y se mantenía agazapado tras unas altas hierbas que rodeaban a un manzano. Entonces llegó mi gato, un felino semisalvaje de color anaranjado y bastante grande. No tardó en advertir la presencia del gorrión herido ni mucho menos tardó tampoco en reaccionar. Se arrojó de cabeza a las altas hierbas donde se refugiaba la pequeña ave y, ante mi atónita sorpresa, salió triunfante con su presa entre colmillos. El gorrioncillo herido agitaba una ala frenéticamente y abría su pico como lo abren los polluelos para pedir comida, en un grito silencioso, asfixiado por el agudo marfil gatuno que le atravesaba el cuello.
No tengo ni idea de cómo pudo acabar allí ni qué le podría haber pasado, pero el diminuto saltarín parecía haberse dado cuenta de su evidente incapacidad y se mantenía agazapado tras unas altas hierbas que rodeaban a un manzano. Entonces llegó mi gato, un felino semisalvaje de color anaranjado y bastante grande. No tardó en advertir la presencia del gorrión herido ni mucho menos tardó tampoco en reaccionar. Se arrojó de cabeza a las altas hierbas donde se refugiaba la pequeña ave y, ante mi atónita sorpresa, salió triunfante con su presa entre colmillos. El gorrioncillo herido agitaba una ala frenéticamente y abría su pico como lo abren los polluelos para pedir comida, en un grito silencioso, asfixiado por el agudo marfil gatuno que le atravesaba el cuello.
Entonces me vino la idea a la cabeza. La naturaleza es cruel. Sí, ya lo había escuchado más veces,
usted mismo ya lo habrá leído y repetido incluso hasta la saciedad.
Es algo muy común a comentar en cuanto se ven escenas de esta índole en algún documental televisivo sobre, por ejemplo, la dura rutina diaria del África salvaje. Pero esta vez era diferente. No era una idea aceptada que se reafirmaba en mis mientes de manera fría, no. En esta ocasión era totalmente consciente de lo que implicaba en la vida el axioma de “la naturaleza es cruel”. Se manifestaba en todo su horror, y no hablo en clave de hipérbole. No era la pequeña piedad por el pajarillo agonizando en la boca de Garfield (mi gato), sino la reflexión a que me había inducido tal acontecimiento, la que me había llevado al sobrecogimiento.
Es algo muy común a comentar en cuanto se ven escenas de esta índole en algún documental televisivo sobre, por ejemplo, la dura rutina diaria del África salvaje. Pero esta vez era diferente. No era una idea aceptada que se reafirmaba en mis mientes de manera fría, no. En esta ocasión era totalmente consciente de lo que implicaba en la vida el axioma de “la naturaleza es cruel”. Se manifestaba en todo su horror, y no hablo en clave de hipérbole. No era la pequeña piedad por el pajarillo agonizando en la boca de Garfield (mi gato), sino la reflexión a que me había inducido tal acontecimiento, la que me había llevado al sobrecogimiento.
Sí, usted, lector, mire esas zarzas que crecen por doquier
en los montes, ahogando la luz, matando a los helechos, a la hierba. Mire la
hiedra, aprisionando al árbol, estrangulándole; y los árboles pugnando entre
ellos por tomar más luz, retener más agua. Mire, también, ese ejército de
hormigas que quizá marche hacia la guerra contra las termitas, esa araña que
devora al verde saltamontes, el zorro cazando los ratones, el oso la trucha, el
lobo el corzo, un ciclo de depredación incansable sucediéndose a través del
silencio del bosque donde, engañados, nosotros ingenuos creemos ver paz. La
naturaleza es bella, inmensamente bella, pero no hay paz en ella. No busquéis
paz en la naturaleza. No hay paz posible en la vida. “Todo es una lucha de todo
contra todo”, se decía en la película de La Delgada Línea Roja. Y qué razón.
Hemos sido educados en los valores de la paz, en ser
ciudadanos amantes de la tranquilidad y la paz, además de ser partícipes en
ella exhortados por el espanto que provoca ver el sanguinolento pasado de la
Historia. Pero el mundo ahora se desvela tras esta crisis de todo nivel como
una enorme alcantarilla, y quizá sea la hora de luchar, de recuperar esa fuerza
vital que hemos perdido en tantos años de indefensión aprendida. Comemos, o nos
comerán.
Guillermo Méndez
Álvarez
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