La pasada noche me
acerqué a los cines para ver la última película de Marvel, “Endgame”, una
superproducción ambiciosa que ponía punto y final a más de diez años de sagas
sobre los superhéroes de la casa de las ideas. Tal y como esperaba, la película
resultó entretenida, fluida, repleta de fascinantes despliegues visuales y
(esto ya no me lo esperaba) bastante melancólica. Había además largos (nunca extenuantes)
espacios para la calma, para los diálogos maduros (no llegan a ser muy profundos,
pero tampoco superfluos), la reflexión y los recuerdos (muchos recuerdos).
Aunque
personalmente prefiera “Infinity war” por su brutal dramatismo final, que
sorprende de una manera sobrecogedora al espectador, debo admitir que Endgame
tiene algo especial.
En efecto, el largometraje parecía continuamente
recorrido por un río subterráneo de melancolía que a veces se advertía como un mero
rumor, y otras te emocionaba surgiendo de las entrañas del filme con gran
fuerza. Era Thor, que de dios poderoso había pasado a ser un borrachín perdido
en la tristeza, ahora tan sólo digno de compasión y lástima; era Tony Stark
jugando con su hija, encontrándose feliz con su mujer, pero sintiendo que una
sombra acechaba todo, hiciera lo que hiciera; era el Capitán América, y su
añoranza de unos tiempos pasados más nobles; y Viuda Negra, al borde del
colapso nervioso; y era el Universo
entero, que yacía en el caos tras el genocidio de Thanos.
Con esta terrible colección de dramas va arrancando
la película, dejando poco horizonte a la esperanza, y aunque al final todo sale
bien para (casi) todos, hay sin embargo un
regusto de despedida rotunda e irreparable que hace asomar lagrimilla a los que
han acompañado a estos personajes (y actores) en su larga andadura por el
séptimo arte.
Podría seguir hablando de la película, pero no es un
análisis del film lo que me movió a escribir esto. Es otra cosa. Veréis, cuando
la película acabó, debo confesar que sentí cierto poso de tristeza y añoranza.
Era una sensación como…de haber abandonado, de haber dicho adiós a todo un
mundo. Y también se trataba de una cierta desazón interior que me recordaba
que, amargamente, ese mundo no existía más que en nuestra fantasía.
A mucha gente le ocurre lo mismo con otras películas,
sagas, series, como Star Wars, Juego de Tronos, Harry Potter, Stranger Things…Uno,
si es un poco friki como nosotros, se
encariña de un mundo alucinante, y va sumergiéndose en él cada vez más (nuevas
entregas, nuevos personajes, discusiones sobre la trama, merchandising, bandas
sonoras, etc.) hasta el punto de sentir cierto resquemor por constatar que, en
nuestro mundo, todo se queda en ensueños y un vulgar culto consumista.
Uno
llega a interiorizar tanto sus personajes y elementos que la alteración de los
mismos (la muerte de un protagonista concreto) llega a provocarnos ira,
alegría, tristeza…Hemos alojado en nuestra mente un mundo ficticio donde
vertemos emociones REALES. Y es algo tremendo. Y ojo, que pasa lo mismo con el
fútbol y sus “frikis”. Quizá esto tenga mucho que ver con el ARTE….
Siempre
recordaré el final de “La comunidad del anillo”, con la conmovedora canción de
Enya “May it be”; sentí una gran punzada en el alma, y no era por el sombrío
final de esa primera parte, sino por la segura creencia de que jamás viviría
una historia así de épica ni conocería tampoco la Tierra Media de Tolkien. Al
poco, con las mundanas distracciones, el sentimiento se disolvió, pero cada vez
que escucho la canción de Enya vuelve a mí esa pesadumbre y nostalgia por un
mundo que ni siquiera viví realmente.
Y es
que el mundo “real” que nos rodea, aún si tuviéramos suerte y nos fuera muy bien en él, se
nos muestra terriblemente limitado en todos los aspectos; ya no sólo el mundo, también nuestras
posibilidades. Por eso soñamos, anhelamos, fantaseamos, y finalmente damos
cierta materialización a esos deseos supraterrenales con mitos, cultos,
religiones, y mediante el ARTE.
Es
ésta una época muy despojada de valores y sentido vital en Occidente, y aunque
nos digan que somos ciudadanos, no pasamos de productores y/o consumidores, y
la sociedad no es sino un gigantesco mercado de consumo. No hay grandes metas,
no hay grandes hazañas, no hay dioses, empresas, guerras, aventuras para
descubrir un trozo más del mapa, como tampoco hay espiritualidad alguna ya en
el cuerpo social ni objetivos comunes en los que un pueblo o una raza puedan
sentirse unidos.
Perdidos
en la aldea global, arrancados de la comunidad humana tradicional y milenaria, somos
parias en un mundo obsesionado con el dinero y el placer, ensimismado en
escapar de sí mismo para no afrentar la nada que se esconde tras su carcasa
vacía.
Y
entonces, ridículamente, nos encontramos identificados con las grandes hazañas
de Thor, o con las vicisitudes del linaje Skywalker o algún personaje de Juego
de Tronos. Lo
llevábamos haciendo ya desde niños con Disney, o con Dragon Ball u Oliver y Benji.
Buscábamos dioses, ídolos, héroes, líderes, países de fantasía que
llenen esas referencias sobrenaturales que tanto necesitamos. Porque Ulises o la
niña con poderes de Stranger Things representan algo que en nuestro corazón la
realidad no ha podido satisfacer, y esa fantasía “freak” es al final tan humana
como lo son las misteriosas pinturas de Altamira: abstracciones donde hallar
símbolos que con sólo evocarlos griten que hay un sentido auténtico en la vida.
Hacemos
pues un rinconcito en nuestro corazón para aquellos seres ficticios que, de
alguna manera, nos recuerden que se puede escapar de los barrotes de la
realidad.
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