viernes, 30 de diciembre de 2011

The Saboteur: last mission




1944. Sean
conducía su coche de carreras Aurora a toda velocidad por las calles convertidas en auténticos campos de batalla; cada esquina, cada casa, cada barricada en el parque, cada vehículo calcinado, era un enclave y una batalla, una refriega urbana. La Resistencia francesa y los parisinos se habían echado a las calles, ya fueran armados con fusiles o pistolones de la primera guerra mundial, se habían decidido a jugarse el todo por el todo en un último intento de expulsar a los nazis definitivamente de la ciudad de las luces. Además, los americanos y los ingleses ya habían dejado atrás Caen y Normandía para dirigirse a toda prisa a liberar París; las divisiones nazis alemanas emprendían la retirada y esto daba fuerzas a la Resistencia francesa. Así pues, esquivando bloqueos panzer y coches ardiendo, recibiendo disparos esporádicos y apurando una velocidad vertiginosa entre el caos del levantamiento, Sean llegó al barrio Eiffel, donde la torre archiconocida se erguía en el oscurísimo atardecer que parecía sucederse en blanco y negro, sin color, sin vida.
Aparcó el Aurora y lo dejo escondido detrás de unos árboles del parque para posarse y contemplar con precaución el desolado paisaje; allí ya no había nadie, los lejanos sonidos de la batalla indicaban que el tiroteo se sucedía ya cada vez más lejos de la ciudad, por donde los nazis se estaban retirando para abandonar París. Llovía y anochecía.


Sean se abrió paso por la plaza saltando barricadas hechas con puertas, bañeras, vehículos y palés, sorteando cadáveres de soldados alemanes y civiles, evitando los ardientes Zeppelins que habían sido derribados y que ahora mostraban su estructura de hierro entre vaharadas de fuego que provocaban un calor insoportable al pasar cerca de los mismos. Sean pensó en posibles francotiradores, pero siguió saliendo a campo descubierto. Nada detendría ahora a Sean. Había pasado cosas peores, había vivido en el filo del cuchillo, al límite, el tiempo suficiente para decidirse a echarle agallas hasta el final de su venganza. Sabía que muchos oficiales nazis no habían podido o querido escapar y se refugiaban en la torre Eiffel; mejor aún, mejor dicho: Keiffel, el asesino de su mejor hermano y responsable de innumerables matanzas durante la ocupación nazi de París, ESTABA ALLÍ, DE ALGUNA MANERA LO SABÍA.

El humazo de los ardientes ingenios voladores que ahora crepitaban en llamas por la plaza de la torre Eiffel junto con la oscuridad de la noche cercana y la tormenta que descargaba creaban una atmósfera inquietante, turbadora, de pesadilla y de ensueño. Las cenizas volaban por doquier, entre la niebla lejana refulgían casas en llamas, estatuas mutiladas por la impía guerra, rastros de sangre, casquillos, una mujer con un viejo fusil aquí, con la mandíbula destrozada por un disparo, un soldado alemán ametrallado aquí, bellos árboles desgajados, cráteres de artillería… ¡oh, Sean!, ¿era esta la ciudad de las luces, que terrible infierno infausto vino de la locura germana a corromper tu poesía y arte, París?
Una siniestra melodía de piano descendía de lo alto de la torre, distorsionada, como un eco de locura, y se mezclaba con el sonido de los disparos y cañonazos que se sucedían sin descanso por la ciudad, ya lejos de allí. Sean ya estaba cerca, corría, apretaba los dientes, y su fusil le golpeteaba contra la espalda. La lluvia le había calado la ropa pero eso no importaba, no reparaba en ello. Venganza. Ése era su único pensamiento. Más allá de la horrible imagen de aquellos civiles fusilados por todo el parque, del cadáver de varios soldados de las SS ardiendo en silencio con sus máscaras de gas sobre el vehículo Sd.Kfc en llamas, más allá de toda la muerte en despliegue a su alrededor, estaba la rabia, el ansia de la venganza ya palpable, en la mano que tiembla de excitación. Sean llegó a la torre Eiffel y buscó el elevador.
Un grito desgarrador le hizo alzar la vista y pudo ver caer a un soldado alemán, el cual se descoyuntó por completo al caer en el suelo, con un chasquido espantoso; luego otro, y otro….y otro. Se estaban suicidando. Tomó el elevador y se dirigió al último piso al que podía llegar en el mismo. Mientras ascendía, vio en penumbra a París, salpicada de grandes fuegos y ocasionales resplandores de la batalla, que parecía ya apagarse poco a poco. El estruendo de un trueno se sobrepuso por unos segundos al del cansino altavoz alemán de la plaza y el gotear de la lluvia. Se abrió la verja del ascensor. Sean salió a la terraza donde antes había un restaurante y advirtió varios cadáveres sobre las mesas y por el suelo, entre las copas y los manteles de una última juerga; todo parecía desordenado, roto, sucio, mojado. Un chateau Laffite bebido con premura, una Luger de algún oficial por allí tirada. No había tiempo, no iba a permitirle a Keiffel un suicidio, DEBÍA ser asesinado, debía PAGAR por sus crímenes.




Sean tomó el siguiente elevador y llegó al último piso. Podía ver la enorme y vieja noria al otro lado del parque; pensó en los niños, hombres y mujeres fusilados. Pensó en la burguesía francesa colaboracionista de los nazis, en sus amigos muertos, fusilados. RABIA. Sean siguió su ascensión por la torre como si una ascética senda de purificación y redención mediante la justicia se tratara. Keiffel…
Llegó a la última zona, la más alta, de toda la torre. Allí dentro había un gran salón restaurante, y la música de piano, triste y lánguida, venía de allí. Entonces pudo ver a los oficiales nazis. Impertérrito, sin sentir nada, absolutamente nada, vio a un oficial coser a balazos a una mujer que llevaba la esvástica en su brazo y posiblemente fuera amada suya, o tan solo secretaria de campo, su edecán quizá. Después el tipo se suicidó sin reparar en la presencia de Sean. Éste entró en el salón, empapado, y se quitó el fusil del hombro. Nadie allí dentro parecía verle; borrachos, llorando, riendo, los oficiales nazis vivían sus últimos, mórbidos y obscenos, momentos.
Después de asesinarlos a todos, Sean llegó a un general hundido en un sillón que lloriqueaba con su Luger sobre la sien, pues no debía atreverse a suicidarse. “¿Te ayudo, amigo?”, y le reventó el cráneo. Entonces una mujer, también con la esvástica, salió de la nada y se abalanzó sobre Sean, que acaba de mandar al otro barrio a aquel pobre desgraciado. Sean reaccionó ágil y la tomó por la cintura, pasándola por encima de la espalda y arrojándola escaleras abajo; la mujer se rompió el cuello y allí quedó, pataleando en espasmos. Siguió hasta el centro del salón, y allí estaba el pianista, un compungido oficial nazi que tocaba con una inmensa pena la pieza musical, una y otra vez. Sean se acercó y el pianista, sin siquiera mirarle, le dijo “Está escaleras arriba, matando a sus propios oficiales y soldados”.
Sean encontró a Keiffel enloquecido, abatiendo a sus hombres con una pistola uno a uno. Cuando acabó, Sean salió a escena y le arrebató el arma, le propinó unos puñetazos que le tiraron al suelo y después lo levantó, lleno de ira: “¡Tú, animal, fusilaste a cientos de pobres inocentes, mataste a mi mejor amigo delante de mis ojos, ¿implorarás perdón ahora, escoria?”
Tan solo una risa maníaca respondió a Sean y entonces, éste lo empujó contra la valla de seguridad y le descerrajó un tiro en la cabeza. El cuerpo de Keiffel se fue hacia atrás y cayó por la barandilla de la torre hacia el vacío. La venganza se había consumado.
Entonces apareció Veronik, la amiga de Sean y miembro también de la Resistencia. “Ya acabó, Sean, volvamos.” El rudo irlandés se volvió hacia ella, mientras el agua de la lluvia le resbalaba por la frente y le hacía cerrar los ojos intermitentemente. “No, Veronik, esto acaba de empezar”.
Entre los fuegos que aparecían por doquier en todo París, los restos de muerte y destrucción que los alemanes habían dejado tras de sí y los cadáveres diseminados, parecía, pese a todo, que la ciudad de las luces volvía a ser, poquito a poco, pues eso, la ciudad…de las luces.

GUILLERMO MENDEZ ALVAREZ 31-12-11


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